Los faroles de la calle
Un lobo vestido de luces.
Se empañaban los vidrios, el aire que exhalaba parecía neblina, el agua discurría por la mitad de las avenidas. Cerca de la plaza, una cafetería emanaba aquel olor amargo pero agradable del café, se escuchaban voces de los que allí dialogaban. Pensativo, con un libro de Borges en la mano y la otra en su bolsillo izquierdo tratando de abrigarse. El golpe de la garua con el suelo aparentaba ser el tic-tac de un reloj del reloj de la naturaleza. Se sentía una paz imperturbable, dentro de un ambiente inefablemente apaciguado. Su extravagante chaqueta azul se había salpicado de unas cuantas gotas de aquella garúa.
No tenía rumbo, estaba a la deriva, similar a las nubes que vagan en el cielo sin saber a dónde van, ni por qué. Empezaba asomarse la luna y la primera estrella solitaria brillaba intermitente y tenue. La paz maravillosa expiró cuando salió de la calle peatonal hacia una donde imperaban los irritantes sonidos de bocinas y vociferaciones de conductores malhumorados. Cuando levantaba su brazo para ver la hora, escucho las campanadas de la Catedral, eran las siete de la noche. Se le resbaló el libro de la mano "Ojalá no se haya arruinado" pensó. Se adentró en una de las calles más taciturnas de la ciudad, ni una alma desfilaba por allí en aquel instante.
Era la ruta perfecta para pensar, fue por allí para sentirse en un ambiente propicio para cavilar sobre las preguntas más enigmáticas de la vida. Se oyeron pasos agitados, desesperados por avanzar a toda costa. Se dio la vuelta y choco con un hombre de aproximadamente treinta años, que llevaba un saco guinda. Tras el estrepitoso choque, que hizo cerrar los ojos involuntariamente a ambos, se dispusieron a disculparse mutuamente. La cara del hombre de guinda estaba pálida, sudaba a pesar de lo helada de la noche.
- ¡Ayúdeme! -le imploró el hombre de guinda.
- ¿Qué sucede? -preguntó desconcertado el apacible transeúnte de chaqueta azul.
- Nos quieren matar...nos quieren matar a todos -respondió.
- ¿Está usted ebrio?
- Le juro que nos quieren matar, es un caza humanos, es un monstruo, un lobo vestido de cordero.
- ¿Y de dónde saca que nos quiere matar a todos? -repregunto el transeúnte de chaqueta azul.
- Es que ya ha matado a varios.
- ¿Varios?
- Es mejor escondernos antes de que nos mate a nosotros. -sugirió.
El hombre de guinda lo tomó del brazo y lo quiso llevar a Dios sabe dónde. Zafando su brazo se molestó y se dispuso a regañar a aquel orate.
- A ver, espere un minuto. Está bien que usted se haya pasado de copas, pero eso no implica que me va a meter en sus estupideces. -replicó, molesto.
- Es que acaso no entiende, nos van a matar.
- Pero quien, ¿Quién nos va a matar?
- El monstruo al que nadie le teme.
- Usted está loco, no hay ningún monstruo.
- Así casa a sus presas, las engaña y cuando menos lo piensas, te liquida. -dijo exaltado.
- Le ruego visite a un psiquiatra y deje esta tontería de que lo quieren matar -le respondió.
- Hágame caso nos van a matar.
Ignorándolo le dio la espalda y siguió con su camino, meditando sobre las palabras que le dijo aquel hombre que de seguro debía estar demente. ¿De verdad lo querían matar? Un pequeño remordimiento le recorría la mente, no lo dejaba en paz. El hombre de guinda seguía recostad contra la pared, con miedo, el miedo de que lo fuesen a matar. Se miraron y el hombre de azul le alzó la mano en señal de despedida, el de guinda, paranoico, sonrió temerosamente.
Volteó asegurándose de que todo está bien, el remordimiento se esfumó. Justo en aquel instante se oyó como algo se estrelló estrepitosamente contra el piso. Un inefable temor cundió en sí, y casi petrificado se volteó a ver qué era lo que había producido aquel sonido. Vio al hombre de guinda tendido en el suelo, la mirada fija en la luna que ya imperaba en el oscuro cielo. Sin demora alguna fue corriendo hacia él, para socorrerlo. Aún seguía respirando, llamo a una ambulancia entre gritos desesperados.
- ¿Qué le pasó? -preguntó el de azul.
- Me ha matado, no pude huir de él. -respondió.
- ¿El monstruo? -repreguntó, comenzaba a tener miedo.
- Si, tenga mucho cuidado con él tiene mil ojos. -le contestó al mismo tiempo que exhalaba su último aliento de vida.
- ¿Mil ojos? -volvió a cuestionar pero nadie le dio respuesta.
Sintió inexplicablemente una efímera pena por aquel hombre, por quien quizás pudo hacer algo más para auxiliarlo. Miro en la dirección de la que había venido corriendo el hombre tratando de buscar al hombre de los mil ojos, a aquel monstruo depravado que asesinaba por doquier, a aquel lobo vestido de cordero. No vio nada, solo veía las tejas rojas de los techos, de las cuales se desprendían minúsculas gotas de agua seguramente helada. Entrecerró los ojos buscando minuciosamente y le pareció ver al monstruo de los mil ojos, que enfocándolos bien, eran los faroles de la calle.